Tríptico y desmonte

mezclarme a tus huesitos…

patria contra las bestias el olvido

Juan Gelman “Preguntas”

Ahora el tironeo iba en sentido inverso. De una parte su tata y tío Eiver; de la otra, la cueva en la que no había un pichi, ni una vizcacha, ninguna porquería, pucha… pero ¿qué era? Empezaban a rescatarlo, por fin: sus pies siempre habían estado sintiendo las manos gruesas de su padre en los tobillos pequeños, no habían llegado a dejarlo solo. Por el enredo que empezó a tironear de la soga pero no porque él llamara -que no había llegado a darse cuenta de mucho más que de lo negro y del miedo-, el tata y tío Eiver ahora estaban peleándoselo. Lo tenían de los pies y tiraban entre los dos como cuidando no descoyuntarlo.Porque algo le había empezado a tironearlo adentro, hacia el fondo oscuro. Sus manitas habían querido retroceder pero no encontraban el camino de las paredes entretenidas en el vacío caluroso, polvoriento y angosto de ese agujero del infierno. Ahí ha empezado a tomar en cuenta la soga, que en ese momento le rozaba, con cada movimiento atolondrado de sus manos, la mejilla, le revolvía el pelo, le estaba ya haciendo doler, con su aspereza, del lado izquierdo del cuello y empezaba a enredársele, con tanto pataleo, entre las rodillas y las piedras que iban rasgándole el pantalón. La soga se la habían dado los mayores para que avisara una vez tuviera el bicho pero él ha sentido que estaba a punto de ser él el pillado. Se la había ajustado el tata, en la muñeca, por más que él protestara que no hacía falta si ellos lo agarraban de los pies, pero la idea no era que quedara colgando, le dijeron: con ella avisaría cuándo estaba listo para que volvieran a tirarlo hacia afuera. Era flaco, más bien flacucho: servía al menos para que lo metieran en las cuevas. Y el monte anda siempre con ganas de quedarse algo.

* * *

Llegaba a las casas con un perro menos. Había salido con tres y ahora pegaba la vuelta decidido antes que se hiciera la noche, el negro, el miedo, a

volver él, al menos, con la caza en la camioneta. Le había parecido que mejor limpiaba el animal en el monte, así evitaba la pelea de alejar a los niños de la sangraza y el

triperío. Los perros se alejaron cuando lo vieron en la tarea reposada de alistar el cuchillo, su obligación cumplida, salieron a buscar la parte de su diversión molestando charatas. Se habían portado bien, silenciosos cerca husmeando. Y había pensado que tenía que ser un tiro si no quería perder esa pieza. La corzuela que se movía entre las luces que manchaban el monte a través de la vegetación y que habían visto todos al mismo tiempo… después de andar un buen trecho para buscar otro lugar, donde no se hubiera espantado el bicherío con el tiro que no acertó al pecarí, allí junto al riacho barroso que todavía drenaba de las yungas la última lluvia. De tarde, el día de franco, después de la siesta, se habían aprontado los cuatro para la salida. Pero al monte algo hay siempre que dejarle .

* * *

El hombre había entrado y nunca más lo habían visto de vuelta, porque de noche, el negro y el miedo se devoran a la gente. No es que se pierdan sino que se la quedan. Si hasta se había disculpado por tener que dejarlo, que no se fuera a enojar ni lo tuviera por poco educado, que iba tras de eso, que tenía que atrapar al Malo. Este -había pensado él- había de haberse vuelto medio loco, porque no estaba borracho, y él lo conocía bien: era peón de su campo. Se había detenido apenas delante de su puerta a preguntarle entre los jadeos de su agitación, con el rostro enrojecido y sudado, si no lo había visto pasar, que para dónde había disparado Mandinga. Estaba tomando un mate antes de acostarse en el borde de la oscuridad, a la puerta de la casa y el hombre se había acercado corriendo desde lo impreciso de la noche, igual que se alejó. Siempre el monte se queda con algo.

* * *

Había perdido camionetas, familia que había escapado, y lo poco que había ahorrado, en abogados que lo estafaron. No lo habían perseguido después que lo soltaron -ni falta que hacía, ¿para qué?- pero él tampoco había escarmentado. Le habían prestado la chata en la que ahora andaba otra vez. Tenía que vivir y no sabía otro modo de ganarse la vida. Miraba de frente el sol en la silla que Don Enrico le había acercado. Se le notaba al dueño el asombro y la prudencia para preguntar. Él había tardado unos años en volver y ahora era esta carne inerte, doliente, atrofiada. Don Enrico se preocupó por su salud, no sabía qué ofrecerle ni él tampoco qué pedirle. Acompañaba desde hacía unos meses al sobrino, a que aprendiera el oficio, que conociera a los encargados de las quintas. Se había quedado sin manos y sin pies, porque no podía mover los dedos, de la tortura. Él mismo había pensado que no se levantaría jamás. Bajo el sol de la seca sobre la tierra gris recordaba el monte, el que quedaba en los campos que pronto comprarían de barato. Así se gastaba Santiago, comido por la sal, el veneno. El monte era fresco y oscuro como la muerte que le deseaban. No había sabido entonces como ahora qué sentido tenía que esa mujer cargada con su atadito de leña le diera el agua tibia que había traído en una lata y que lo hería por dentro de tristeza. Dejarlo tirado había sido suficiente para ellos, como darlo por muerto. Y no tenían poca razón. Debían suponer que bastaba con los seis meses guardado en ese rancho desecho como él, en medio del monte, mal alimentado si podía siquiera pensarse en que comiera o bebiera algo más sustancioso que la propia sangre que tragaba. Las piernas y la espalda se le doblaban en un indecible dolor. Lo habían atrapado en el medio de la treta, la cuarta vez que se les escapaba con los pájaros. Habían descubierto que ahora eran dos las camionetas, que con una los entretenían y con la otra se llevaban la volatería: él y sus compañeros les hacían oír por radio de dónde para dónde iba una chata, la que no tenía nada, pero usaban celular para cambiar el camino de la que iba cargada, porque sabían que era por radio la cosa que la policía los escuchaba. Así los habían agarrado con todo y todo se lo habían ganado los milicos la última vez y las anteriores de esa. Él iba a los campos siempre con sus redes y sus trampas, pedía permiso y con cordialidad, como ahora Don Enrico, se lo daban, claro, porque las cotorras son plaga y hacen estrago en los sembrados. Si era época también se hacía de cantidad de tortuguitas que vendía a los laboratorios de Buenos Aires. No era broma lo que pagaba esa gente por estos animalitos de Dios, y en dólares. Pero la Policía tenía el control del tráfico ilegal de animales; y Musa, el tráfico ilegal de animales. El monte algo toma a cambio siempre.

Un pensamiento en “Tríptico y desmonte

  1. Es lo que más me gusta de todo lo tuyo que leí y que siempre me gustó. No es tu voz -lo digo como elogio-. Es tan sugerente el relato y, además de lo que oculta, de lo que traga esa voz, está lo que arma, lo que muestra… Hasta temperatura tienen algunas zonas!! Me encanta.
    Sí, podías narrar, tenés razón.

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